LOS ÑOQUIS

Subí la escalera, con mi mano agarrada en la pequeña pared. Las piernas estiradas de a una por vez, con más cuidado en los peldaños altos. La mañana se iba rápido, apretada por el sol de diciembre, cuando pude llegar al umbral del final.  El aroma de la salsa se escapaba por la ventana y todo comenzaba a parecerse a un lugar mágico, un momento especial para guardar como recuerdo.

Apenas ingreso, veo la pasta cortada en pequeños trozos, bailando rápido entre los dedos, bajando por el pequeño tobogán de madera. Era como un juego que parecía divertido. Los bollos rodaban hasta el final y quedaban estirados, empapados con harina, ya listos para la olla.

La tele estaba prendida en los dibujos animados, los colores eran maravillosos y parecían salirse del recuadro. En mi casa, todavía seguía el blanco y negro, pero el tío, ya había conseguido una de las teles nuevas que mostraban las cosas más reales. Siempre el tío conseguía de todo. Recuerdo que una vez, nos sorprendió la aparición de una enorme lancha estacionada en el salón de la planta baja, y allí subíamos a jugar algunas tardes a los superhéroes con mi primo Alejandro, y hasta nos animábamos a viajar por el río, sin salir nunca de los límites de la persiana de la esquina.

Los ñoquis girando en los dedos de la tía, se vestían de blanco en cada pasada, y eso les daba una apariencia especial en cada vuelta y los preparaba para el festín del almuerzo.

Valeria miraba la tele con la cola apoyada en el piso, sosteniendo un pequeño muñeco entre sus manos, como sin advertir que yo había entrado. El ratón corría y se escondía, el gato lo perseguía para intentar atraparlo con un martillo. El tuco hacia burbujas cada vez más grandes dentro de la olla, que cada tanto, largaba el sonido de la tapa que se levantaba y volvía a apoyarse.

La nona metía la cuchara y probaba con su boca sin decir nada,  pero en su mirada, se notaba que todo estaba bien. Ella movía la cabeza haciendo como un sí,  después agregaba algo más, volvía a tapar y se alejaba del fuego para hacer otra cosa.

El tío Antonio llega desde el taller con su ropa de trabajo y su barba. Pregunta cómo va todo y si voy a quedarme a comer. Lo dice en un tono que parece severo aunque impostado, como si fuese un reto, pero a la vez sonríe. Sé que me lo pregunta adrede, sabiendo que de todos modos, estaba allí para almorzar con ellos.

Cuando hacíamos lío, en general nos retaba el tío José, sin soltar nunca el calibre de su mano, empezaba con largos sermones, mirándonos a los ojos y preguntándonos que nos parecía la macana que habíamos hecho. Cuando nos tocaba hablar con el tío Antonio, las cosas eran diferentes. Él iba al grano: que por qué hiciste esto, que si te parece lindo,  imponiendo un extraño respeto con frases secas y cortantes. Es cierto que a veces le teníamos un poco de miedo, pero luego de sus charlas, las cosas terminaban por acomodarse. 

Antonio agarra a la más pequeña de la casa, la levanta en sus brazos, la arroja levemente hacia arriba y vuelve a atajarla. La hace girar con sus brazos en alto y ella vuela por el aire como si fuese un avión. La chiquita se ríe rápido, se ríe a carcajadas y él también se ríe. Sus ojos parecen ponerse más brillosos, con ese juego que construyen juntos. Bibi me mira en silencio y también nosotros sonreímos contagiados por esas vueltas que parecen interminables.

La abuela apaga la hornalla y la tía dice que nos lavemos las manos. Es la señal que nos mueve hacia las sillas, al lado de la ventana, por donde la luz se mete y nos abraza con un calor justo.

El tuco termina de bañar a los ñoquis en la fuente, la cuchara los atrapa y los reparte, como una maravilloso premio que todos merecemos. Los brazos se cruzan entre los platos, y los vasos relucen como estrellas, aunque es el mediodía. El vaporcito que sube en manchas blancas, se nos acerca a la cara, para entregarnos por momentos una caricia preciosa.

Cuando termina el almuerzo, la tele sigue encendida, pero en un volumen más bajo. El tío, se va a dormir con la más chiquita y alguien más parece haberlos seguido. También la abuela, luego de juntar algunas cosas y de que no la dejaran lavar los platos, había caminado hacia el pasillo con un gesto como de enojo. Frunciendo el seño, y resignada a comenzar una siesta, se despedía balbuceando algo en italiano, que no pude terminar de entender.

La tía Patry, lava los platos, con una sonrisa dibujada en su cara. Con una voz imperativa aunque siempre amable, medio entre susurros, algo le dice a Bibiana, como una especie de indicación sobre unos vasos que luego ella le alcanza sobre la pileta. 

Me mira y pregunta si los ñoquis estaban ricos.

-Claro tía, estaban riquísimos – respondo sin dudar un segundo.

- Otro día que volvamos a hacer, te aviso…sabés

- Gracias

La saludó moviendo levemente mi mano en alto y traspaso la puerta ansioso, pensando ya, en esa próxima invitación. 

Al comenzar a bajar, el sol me da en los ojos y mi obliga a entre cerrarlos. Bajo bien despacio, con mucho cuidado, pisando bien cada escalón y mirándome los pies. Quiero que ese momento sea eterno, me detengo unos segundos, pero tengo que seguir. El cielo se aleja de a poco, a cada paso, custodiando mi espalda.

Quizás ella nunca lo supo, pero con ese plato de ñoquis, me había convidado con el sabor más parecido a la felicidad, en ese día tan simple. Bajando la escalera, me llevaba el regalo de su amable sonrisa para siempre.

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